Un día paré de escribir, no sé cuál fue, ni siquiera recuerdo qué fue lo último que escribí y a veces veo la culpa en mis musas, quizás fue que se perdieron en algún estival del pasado, pero paré de escribir y lo extraño, me extraño.
Echo de menos muchas cosas, la simplicidad de la vida cuando las letras fluían entrelazadas a mis pensamientos, extraño los silencios que rondaban mi cabeza, esos que me hablaban siempre a gritos.
Añoro el olor de los amaneceres sin los quejidos de la adultez; extraño algunos amigos, aunque en alguna parte del camino descubriera que realmente nunca lo fueron, ¿O sí?
Extraño esa sensación del alba ilusionada, el olor a café mezclado con las esperanzas de aquellos que van luchando por una vida mejor; extraño también la mía, mi ilusión.
Y he querido culpar la inmediatez, la falta de interés por leer, por detenernos más de un minuto y medio, pero también he querido culparla a ella, la ilusión mía, el deseo de simplemente escribir.
¿De qué puedo escribir? Si la vida se me ha complicado al punto de no poder sonar “positiva”, de no tener palabras de aliento ni para mí, ni para nadie, si las ganas se fueron, esas ganas que quieren fingir que todo está bien, cuando algo dentro se quedó estancado en la ansiedad de una pandemia que ya sabe leer, una que a muchos nos descodificó el sentir y nos embriagó de una preocupación eterna y no tan infundada.
Paré de escribir ¿Será que ya no sé hacerlo?
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