Si me pongo a calcular cuanta gente he perdonado a lo largo de mi vida y aun con mi buena memoria, sé que perdería la cuenta. Hice las paces con más de una amiga de infancia, con más de un amor y con más familiares de los que debí, pero eso de hacer las paces conmigo, JA! Eso suena a caminar en campo minado.

Hay partes de mi con las que siempre he estado en guerra, cosas que he deseado cambiar; otras que no acepto ni que me golpeen en la cara, pero es a mis casi 36 que entiendo que es momento, de hacer las paces conmigo.

Necesito hacer las paces con mi pasado, entender que si bien es cierto que es muy parte de mi e influye mucho en quien soy, no determina lo que soy, entender cada dolor del pasado como una lección y comprender finalmente, que no fue mi culpa, que yo hice mi parte, que todas mis deudas están saldadas.
Quiero estar en paz con mi cuerpo, con lo que veo en el espejo justamente como estoy ahora, dejar de culparme por no haber venido diseñada físicamente como “se supone” y dejar de verme con los ojos de otros.

Quiero hacer las paces con mis demonios, invitarles un café, conocerlos y convencerlos de que esta cabeza es nuestra y no solo de ellos. A mis tristezas quiero invitarlas a la playa, que se bronceen un poco y se tomen una piña colada, por eso que dicen de que en el mar la vida es más sabrosa.

Quiero hacer las paces conmigo, con los gritos de mis silencios, con el control remoto del televisor que destrocé en alguna pared; con los sueños que no se me cumplieron, quiero hacer las paces con mis miedos y aprender a vivir con y a pesar de ellos.


A mis temores quiero exponerlos y rogarles que me dejen, pues son ellos los que por tantos años han estancado todo lo que he podido ser. Pero de todo esto la única culpable soy yo, por saberlo todo y aun así seguir en el mismo lugar, por vivir tranquilamente colando café y fumando en mi zona de confort.

Realmente quiero hacer las paces, pero a veces también me gustaría mandarme a la mierda y ver si de allá, regreso renovada.