A veces pienso en tener un telescopio para ver qué es esa cosita que se ve allá en el cielo que no sé si es una estrella, un planeta o un platillo volador; quiero saber por qué brilla más que todo lo demás que veo cuando alzo la mirada y preguntarle por qué tiene tantos colores. Pero entonces me cuestiono si perdería la magia. Y ahí es cuando entra el dilema entre saber o no saber, entre dejar que sea mi imaginación inocente que disfrute esas cosas o la razón objetiva de mi adultez.


De niña miraba al cielo y le ponía nombres a las estrellas de la noche, todas tenían dueños, habían tres en línea que en aquella ignorancia inocente decía que éramos mis amigas Judit, Luisa y yo, aún las veo y se me arruga el corazón de emoción recordando esos tiempos de inocencia, la simpleza de la vida, lo bonito de la magia de no saber tantas cosas.

Por eso siempre querré no saber ciertas respuestas, creer en Santa, que mi abuelita me cuida en forma de luciérnaga y que alguna hada mágica algún día me visitará. Le pido a Dios siempre, que me deje un poco de la magia que a veces la razón nos quita.




F O T O S